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Mensaje por Duror Mar Ene 08, 2013 12:50 am

Debido por un lado a la pérdida de buena parte de las historias del Imperio Tirreno de la antepenúltima encarnación de Tierras Epicas, y por otro lado, a que el material era demasiado extenso en primer lugar, no es posible repetir todas las líneas del Imperio Tirreno aquí, como prueba de su pasado. Por lo tanto, en este espacio me dedicaré a subir posts que me parecieron interesantes de las historias, como los 2 prólogos, y otros datos que por estar alejados de la historia actual, que definitivamente parte de la revisión de algunos de los detalles de estos posts, que se refieren a una edad anterior del imperio, no caben en la descripción de la historia. Sin embargo, me parece que sí tiene sentido conservarlos, no sólo en la memoria de mi computador, sino aquí, en el rincón de la anacronía épica.

Como última consideración, creo que voy a editar todo lo que me parezca debe ser editado de estos "recuerdos del pasado", tratando, eso sí, de conservar el sentido del original, enriqueciéndolo.


Última edición por Duror el Dom Mar 10, 2013 6:12 am, editado 1 vez
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Mensaje por Duror Mar Ene 08, 2013 1:05 am

Prólogo en el Palacio

Civilización: El crisol donde lo humano se funde y transforma

Jardín de las Rosas. Palacio de la Manzana Escarlata, Alexandropolis.

El furioso sol de mediodía que golpeaba con todo su furor las abarrotadas calles adoquinadas de la ciudad interior, parecía hacer una distinción para con este jardín, no porque de algún modo la temperatura fuese menor en este rincón de la ciudad desconocido, privado y maravilloso, que la civilización había concedido al hombre, cual cruel regalo de dioses ambivalentes, a cambio del sufrimiento de los miles de hombres y mujeres que habían derramado sangre y sudor para la edificación de tal magnificencia.

En este jardín, uno de los tantos del palacio, las rosas, de distintos tamaños, formas, colores y perfumes parecían convivir, armonizar y crear un mundo nuevo, distinto del exterior duro, apenas habitable, tan sólo por medio de su interacción entre ellas y con las poderosas columnas que sostenían la estructura palaciega y permitían la existencia de este secreto patio interior. Las estatuas de mármol vivamente coloreadas, así como las múltiples cisternas que nutrían a este prodigio vegetal, así como los diferentes fragmentos de espejos, ubicados estratégicamente y rematados de marcos áureos y argentados, multiplicaban las formas maravillosas de cuanto es bello y merece su prolongación indefinida.

Al interior de ese paraíso forjado por la convivencia de la pericia y sofisticación de un pueblo cubierto de gloria, con la espontánea beldad de la naturaleza primigenia, una familia parecía disfrutar de un momento de ensueño, tal si fueran tiempos de esplendores pasados a los que este grupo pertenecía, ajeno como aparentaba, a los tiempos de tribulación, espanto y debilidad de una civilización envejecida como las rosas marchitas, cansada ya de su solo latido vital.

Eran seis: un hombre que pese a su buen porte y una jovialidad que conservaba a ratos cuando jugueteaba con su joven descendencia, parecía llevar las cargas de los errores de una centuria, con una mirada profunda, triste, como si fuese capaz de mirar en los tiempos pasados donde la vida había sido sin duda, mucho mejor y más digna de ser recordada, acompañado de cinco mujeres, cada una de ellas con un don que parecía hacer del jardín y sus reflejos acuosos un lugar aún más utópico.

La esposa del hombre, una mujer delgada y aún plena de juventud pese a ya haber superado la treintena, conservaba en su esbelta y bien cuidada figura la misma mirada de su adolescencia, emanando la experiencia de una cortesana, con sus estudiados ademanes, vitales para una época de conjuras y mentiras.

La menor de las hijas, aún una niña de unos diez años, con sus saltos y potentes gritos, y el espléndido brillo de aquellas trenzas doradas irradiaba toda la vitalidad de la que toda una nación carecía, mientras trataba de contagiar su movimiento indetenible a su hermana; una muchacha algo mayor, que a pesar de encontrarse en el tránsito hacia la adolescencia, parecía inmutable, mientras su mente despierta buscaba interpretar las señales del cosmos, y de cuánto había en el mundo de los hombres, siempre atenta buscando algo que delatase la falsedad de una existencia gratuita.

Jugueteando con los ligeros, raudos pájaros que visitaban el jardín, se encontraba la segunda hija del Basileus: una muchacha de unos diecisiete años, de figura esbelta y simétrica, largos cabellos oscuros, como de ébano, rostro rubicundo y delicado y voz meliflua; un verdadero ejemplo de la armonía que buscaban los artistas de antaño, en su infatigable carrera para develar la perfección reservada a los dioses.

Algo alejada, y observando al cuadro en una postura de piadosa meditación, se observaba una joven mujer, algo mayor que su apolínea hermana, más bien delgada y de rostro pálido, níveo, que sin embargo, manifestaba una pureza encantadora y sublime. Seres regios, en vestimentas lujosas, adornadas de púrpura y alhajas que bordeaban lo fantástico.

De pronto, y rompiendo el ambiente de celeste paz, la menor de las figuras femeninas corrió con celeridad hacia uno de los rosales, que rebosaba de bellas flores de un intenso color carmesí. Apenas levantó la mano en dirección a la más grande y atractiva de las flores, un hilo de sangre motivó el sonoro y desgarrador llanto de la niña:

“¡Mamá, me clavé una espina!¡Me duele mucho!” Aullaba la pequeña de dolor.

“Eso te sucede por poco previsora, Elektra. Papá te ha explicado cientos de veces que las rosas tienen espinas. ¡Torpe!”

“ Sophia, no trates así a tu hermana. Antes que todo debes pensar que ella es una niña aún” Decía una voz maternal, mientras retiraba una gruesa espina del dedo índice de su hija menor, que trataba de resistir el dolor, hipando.

“Y sin embargo” Sentenció la mayor: “Es cierto que se debe ser más gentil con las plantas, pues, como dice el Patriarca, todo lo que lleva el soplo de la vida merece ser tratado con respeto y dignidad.”

“Y con mayor razón si se trata de algo tan bello y aromático como las rosas de fuego, originarias del Este milenario.” Agregó una voz cantarina.

“ Pequeña mía.” Dijo una voz pausada, profunda, masculina, a la pequeña que seguía con los ojos enjugados de lágrimas a pesar de haberle sido retirada la espina. “ Te prometo que en cuanto vuelvas a sentirte tranquila, yo cuidadosamente cortaré una rosa para tí. Pero debes recordar que todo lo que es bello y deseable tiene obstáculos para acceder, que deben ser sorteados concienzudamente, sin olvidar que no es posible buscar el bien sin esperar el mal en algún punto del camino.”

De pronto interrumpió en la escena un criado, que con su talante excesivamente sencillo rompía completamente los preciosos, pulcros excesos que constituían la esencia de aquel jardín. Inmediatamente, el Basileus y el sirviente abandonaron el patio, con paso calmo y firme, en dirección al despacho imperial.
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